El sonámbulo. Jonathan Barnes. Fragmento sobre los banqueros.

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  La jornada laboral apenas había comenzado cuando fue abrupta y sangrientamente interrumpida. Los banqueros, los corredores de bolsa y los secretarios, los hombres de negocios, los comerciantes, los contables y los prestamistas; todos ellos fueron arrastrados entre gritos de sus casas y sus oficinas. Algunos fueron perdonados, la mayoría fueron ejecutados. Me gustaríaEl sonambulo asegurarles, lectores míos, que sus muertes fueron rápidas e indoloras, que fueron tratados con una cierta dignidad cuando el final se acercaba, pero la verdad es que no fue así. Ante nosotros se escenifico una orgia de crueldad, una histeria de muertes y sangrientas represalias por generaciones de injusticias. Los marginados accionistas de Amor, mis bacantes londinenses, estaban reclamando por fin las calles.

  En cuanto a los banqueros y sus discípulos, algunos de esos desgraciados fueron golpeados hasta la muerte, otros cayeron bajo hachas, picos y guadañas. Otros fueron lanzados al rio, y vi al menos a uno de ellos ahogarse mientras los miembros de mi rebaño le llenaban la boca de una bolsa tras otra de monedas de plata.

  Ya imagino sus objeciones. Pero, ¿por que deberían esos hombres recibir misericordia cuando ellos mismos no la mostraron a sus innumerables victimas? Habían abusado de la ciudad durante demasiado tiempo. Su momento había pasado. Una nueva época había llegado, para nosotros y para ellos. Y la topografía de Londres parecía reconstituirse a si misma para mostrar su consentimiento.

  Los grandes templos de la avaricia y la codicia fueron pasto de las llamas. Los bancos fueron arrasados hasta sus cimientos, los restaurantes y las licorerías mas exclusivos, las barberías y sastres mas lujosos; todos cayeron bajo la misma llama purificadora. Las reservas de oro del Banco de Inglaterra fueron saqueadas, y mis fieles lanzaron sus contenidos a las tinieblas del Támesis o a las oscuras profundidades de las cloacas. Un influyente ciudadano fue golpeado hasta la muerte con uno de esos lingotes. Por toda la ciudad se percibía el olor a dinero quemado.

  La voz del anciano era áspera y débil; gorgoteo como si estuviera sumergido bajo el agua, pero asi y todo consiguió murmurar unos versos, que no eran de su cosecha, pero que no dejaban de resultar relevantes:

  – «El rey estaba en su despacho contando sus tesoros, la reina estaba en su sala comiendo pan y miel.»

  Apreté con fuerza su mano, y el apretó la mía («Ned», murmuró), y, a nuestros pies, el terror continuó.

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