Anoche, el mundo contempló una de las obras más bellas jamás vistas, cercana a la perfección, un cuadro en movimiento, arte, sí, teatro del bueno, dedicado a Mourinho y a cuantos intentan ensuciar su nombre y hoy no les queda más que agachar la cabeza y seguir rumiando maldades. Anoche, el Manchester se puso de rodillas y asumió la sentencia sin u mal gesto, con la dignidad que otros no tienen, como un campeón que acepta la derrota con una honrosa resignación. 
Xavi inmenso, Messi genial, Pedro y Villa decidieron de nuevo.
Guardiola algún día se irá. Y está ese día mucho más cercano en el tiempo de lo que se pueda imaginar. Algún día Pep Guardiola tomará asiento en la sala de prensa de la Ciutat Esportiva, su casa real, o del Camp Nou, el estadio de su vida, y escribirá el legado de su marcha. En silencio y con discreción, como 
«Llegué con 13 años, ahora tengo 30 y soy padre de familia. Mi carrera se me escurre entre los dedos y quiero acabarla en el extranjero conociendo nuevos países, nuevas culturas y nuevas Ligas». Ese fue el mensaje final del Guardiola jugador, que exploró, precisamente, esas nuevas culturas (Italia, México y Qatar) antes de volver hace ahora cuatro años al Camp Nou. Perdón, al Miniestadi, para dirigir al filial, desoyendo consejos de amigos y hasta de familiares.
Empapado de esas nuevas culturas, el Guardiola que era «ya entrenador en el campo», como lo definió el venerable Carlo Carletto Mazzone, su técnico y guía en el Brescia italiano, aterrizó para hacer campeón al Barça B, el prólogo de 
Entre la indiferencia y el desprecio nacieron los primeros días del guardiolismo, 2.0. Si alguien le pregunta por sus peores momentos al autor de la más maravillosa obra futbolística que se recuerda en la edad moderna, tiene la respuesta al instante. «Aquellas dos semanas después de perder en Soria», repite en público y en privado.





 
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