Hotel de una capital de provincia. Tarde de invierno. Llueve mansamente sobre las calles desiertas. Nuestro héroe, después de haber comprobado que no hay fútbol en la tele, que el hilo musical no funciona y de haber agotado el mueble-bar, hojea distraídamente la Biblia que hay sobre la mesita de noche. Parece animarse y descuelga el teléfono:
—Recepción.
—Buenas tardes, señorita. ¿Tienen horarios de trenes?
—Pues no, lo siento.
—No importa, gracias. Por cierto, ¡qué voz tan agradable tiene usted! Me pregunto a qué hora termina su turno…
Nuestro héroe, echando mano de toda su labia, convence a la telefonista para que se tome una copa en su habitación. La telefonista sube y naturalmente terminan en la cama. Mientras disfrutan del segundo pitillo después del acto, la telefonista, con ojos risueños dice:
—¡Quién me iba a decir a mi que iba a terminar en la cama contigo!. Si apenas nos conocemos…
—Pues yo lo sabía. Responde nuestro héroe.
—¡Que lo sabías! Y ¿Cómo?
—Muy sencillo: está escrito en la Biblia.
—En la Biblia. ¡Qué me dices! ¿En qué capítulo? ¿En qué versículo?
—No, no, aquí en la contraportada, escrito a bolígrafo:
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